El encuentro presencial
Entrados en la segunda semana de marzo, siguiendo las recomendaciones sanitarias del Colegio Oficial de Psicólogos de Catalunya, implementé en el Gabinete las correspondientes medidas de higiene. En el contacto personal con los pacientes, en el saludo de bienvenida y en la despedida, el abrazo o el beso dejaron paso a una sonrisa acompasada con una mirada sostenida. Al percibir el motivo de mi distancia corporal -tan poco habitual-, los pacientes respondieron de modo similar. Brotaba así otro destello de complicidad frente a esta distancia nueva, desagradable pero asumida por el necesario cumplimiento de las pautas de confinamiento.
Con anterioridad, había comprado geles desinfectantes, revisado la limpieza de todas las superficies (mesa, estantes, diván, etc), sustituído las toallas del lavabo por pañuelos de papel y espaciado las visitas un mínimo de 15 minutos para airear la sala. En esas, la mirada fue a posarse en la botella y los vasos que dispongo para cada sesión. Son los objetos de mi ritual predilecto de inicio de sesión: Servir agua a mi paciente atenta al sonido que surge al vertirse sobre el cristal; prepararnos, hidratandonos para el encuentro y el trabajo. Esta era una renuncia difícil pero necesaria de modo que estos elementos desaparecieron de la mesa de apoyo, dejando sola a la caja de pañuelos. En esos pocos días, más de un paciente se percató de la ausencia de la botella de agua, de los vasos. Lo registraba con la mueca de aceptación que se conforma en el rostro ante una realidad nueva e infranqueable. Al suspiro de añoranza por ese ritual del pasado inmediato le siguió, no obstante, la reconfortante constatación de que el placer de ese momento no era sólo mío.
Cuantos acontecimientos afloran de tan ínfimos detalles.
Hoy, acostumbrada ya a encadenar sesiones virtuales -a los descubrimientos que he podido hacer en ese modo de práctica dedicaré otras entradas en este blog-, retengo algunas de las singularidades del contacto presencial con el paciente.
En primer lugar, el espacio que recorren sus pasos por el pasillo hasta el interior de la sala de consulta, me sirven como un termómetro previo de inicio de la sesión. Hay pacientes que casi corren hasta sentarse y empiezan a hablar sin quitarse el abrigo. Otros que introducen una observación sobre la sala -o el ascensor o las vistas, etc- antes de empezar con un tema rotundo; otros que dicen encontrar su inicio inspirándose en los colores y formas de los libros dispuestos en las estanterías de la consulta: Un día, un paciente rompió el silencio inicial diciendo que venir a la consulta era como venir a un oásis, haciendo un movimiento con la mano en dirección a la ventana. Le pedí que explicara su impresión -¿se refería al mar y palmeras de allá fuera? o, ¿a lo que encontraba en la sala de consulta?: “Toda esta luz, esta calma, viniendo yo del mismo centro del bullicio.”
Las coreografías que tienen lugar en el encuentro presencial en una sesión terapéutica me parecen riquísimas e insustituibles. Qué enorme y grata sorpresa verificar que todas esas sutilezas se reproducen y se reinventan en las sesiones de terapia telemáticas.