El confinamiento: efectos psicológicos
Inicio este blog en pleno confinamiento. Lo hago con el compromiso que implica darle continuidad y coherencia a la difusión de las reflexiones propias. Me mueve la excepcionalidad del momento, apreciable en los cambios de estados anímicos que observo en los pacientes, en el ámbito profesional y social y en mi misma.
Durante las primeras semanas de forzosa permanencia doméstica, y a pesar de la aparente monotonía del día a día, he podido observar como no pocos pacientes se encontraban más centrados en sí mismos. Lo puedo entender como un efecto de la súbita ausencia de estímulos y condicionamientos que conformaban la cotidianidad; de la quietud sobrevenida en un mismo espacio -el propio e íntimo- que resulta ser el hogar.
El confinamiento ha devenido, de ese modo, una oportunidad para la autoobservación. Un ejercicio provechoso del que extraer abundante contenido que, a su vez, abordar en sesión.
Me he encontrado así con el relato de tantas personas poniendo en valor la posibilidad de extender su sueño unos minutos más, de desayunar sentados, de pasar más tiempo en familia -momentos que antes solo tenían cabida durante el fin de semana o en vacaciones. Descubrieron en sí mismos una capacidad de adaptación más allá de lo que podían suponer. Se marcaron rutinas diarias, pasaron a hacer ejercicio físico a solas o en pareja -incluso en familia-, aprovecharon para enseñar a los hijos tareas domésticas de todo tipo.
Y mientras los medios y las redes sociales iban replicando las alarmas informativas sobre la imprescindible higiene, abonando el terreno a la obsesión con la limpieza (y fobias varias), también he sido testigo de cómo algunos flexibilizaron sus propias exigencias respecto del orden doméstico, incluso siendo más constantes los elementos de la entropía del hogar. “Me lo tomo como unas vacaciones por sorpresa” – podría ser una forma unificada de referir las varias descripciones: disfrutar con el aflojamiento de límites.
Lamentablemente, la ausencia de un horizonte temporal para esta situación tan absolutamente nueva, hizo insostenible la sorprendente adaptación. Aquellos que no habían sufrido daños directos (pérdida de salud, familiares o de trabajo) y que gozaban de una razonable salud mental previa a esta crisis, pudieron encajar relativamente bien las dos primeras semanas de confinamiento porque se habían preparado para hacer un esfuerzo con un marco temporal, precisamente, de dos semanas.
Al prolongarse reiteradamente ese plazo, se prolongaba el esfuerzo psicológico exigido (limitación de movimientos, más tiempo sin ver a mi familia, más tiempo de ocuparme de mis hijos/padres, más tiempo trabajando bajo estrés y/o sin medidas adecuadas) a la vez que aumentaba la conciencia de la seriedad del impacto, personal y generalizado (pérdida de ingresos, consecuencias psicológicas en el colectivo). Así decrecía la capacidad de superación: Faltaba un límite para vivir sin límites.
Frente una amenaza se produce una reacción natural de alerta. Cuando esa amenaza es incierta en intensidad y temporalidad, ese estado se vuelve de hipervigilancia. Si no sabemos qué temer ni durante cuánto tiempo, tampoco sabemos qué estrategia usar. “No sé si tomar este tiempo para relajarme y disfrutar de mis hijos o ponerme a trabajar duro desde ya para reinventarme”– escuché debatirse a un paciente a finales de abril.
Con el paso de las semanas, pude advertir cierto aminoramiento en el tono vital, el humor y la capacidad creativa en aquellos que habían encontrado ventajas en la nueva cotidianidad. De pronto, el frenesí con el que se multiplicaban las conferencias por video con personas con las que hacía tiempo no hablábamos, dio lugar a una saturación de pantalla. El aburrimiento y la impotencia sucedieron a la novedad y creatividad a medida que el impacto del nuevo presente proyectaba su sombra hacia el futuro que intuimos. Se cuestionaba el sentido a las estrategias pensadas para un marco temporal fijado y corto, que habían funcionado al principio.
A partir de aquí, pude observar más variabilidad en el estado psicológico de mi entorno frente al confinamiento. En las mismas personas -yo incluida- se sucedían fases diferentes que no dejan de ser estrategias de afrontamiento a base de prueba y error. En ese momento es importante, más allá de ser consciente de nuestro “estado de alma” que puede ser de frustración, miedo, agotamiento, duelo u otros, llegar a preguntarse “¿qué puedo hacer frente ello?”, es decir, buscar siempre una estrategia frente a la amenaza, en vez de simplemente rendirse a todas las imposibilidades.
Para unos, lo peor puede ser el aislamiento, la soledad; para otros la sobrecarga; para otros el miedo (al contagio, a contagiar otros, a perder seres queridos, a perder el trabajo), para otros aún, que la desidia invada sus vidas.
No dejarse vencer por la impotencia es un asunto en sí mismo. La expresión de nuestra vitalidad puede decaer, reducirse a una luz tenue, a una sensación fugaz. “Es que no tengo ganas de esforzarme para estar mejor” me dijo un chico de 19 años. Tras 20 minutos de conversación después de aquél desahogo sobre su falta de ganas, descubrimos que el primer paseo que había dado sin un propósito necesario – salidas que evitaba con temor – fue impulsado porque “[su] cuerpo le pedía naturaleza”. Y que, “sí”, le gustaría volver a tener esa sensación. En ocasiones el cuerpo expresa la necesidad de bienestar más elocuentemente que nuestras palabras. Ese impulso debe ser atendido para marcar nuestro paso. Tan pronto como se identifique, trabajaremos en establecer una regularidad. En el caso de este chico, paseos por las calles arborizadas, vacías; ampliar la atención en el paseo, focalizándose en recuento de pájaros, flores, sonidos etc., que crucen su vista y oído.
Para centrarse en lo que uno sí puede hacer, es de gran ayuda ejercitarse en la constancia mediante un compromiso con algo que nos aporte bienestar, a modo de ritual: Una meditación, una secuencia de ejercicio físico, de yoga, una comida, un paseo, una conversación con alguien.
Es muy probable que esa misma actividad nos aporte sentido de compañía con nosotros mismos, al honrarnos con el valor de cumplir/alcanzar el compromiso de hacer con continuidad aquello que nos depara bienestar.
Mi aplauso para aquellos que hayan sido constantes en un propósito, haciendo frente a las dudas que torpedeaban su sentido, a los que han pedido ayuda -a pesar de ser la última cosa que harían en situaciones normales-, a quienes se han perdonado gestos poco constructivos, empezando de nuevo a reedificar lo derruido en un momento de debilidad.